Oh, Billy, ¿qué has hecho?


Burbujas.  Incesantes e infinitas. Subiendo a mi cabeza como se eleva la cerveza sobre un tarro frío. Cada una de ellas cosquilleaba mi frente y mi nuca, rebotaba por todos lados, jugueteando, mordisqueando mi cerebro con sus pequeñas dentaduras afiladas y tiernas. Las imaginaba felices, extasiadas, una tras otra como en un desfile de estrellas en el infinito inexplorado. ¿Acaso las estrellas burbujean? Carajo.. ¿y si somos la bebida fermentada de dios… de Odín… de Quetzalcóatl? Que esto no se acabe nunca, pensaba mientas sonreía estúpidamente tumbado en el suelo de cemento de cierta casa fría y pobre de Tizayuca. Nos habíamos pintado de la secundaria, serían como las diez de la mañana. Cerveza, chetos, mi cuerpo pedía más. ¡Fígaro! ¡Pasa la bacha, wey!


- ¿Por qué le dicen ‘quemarle las patitas al diablo’?-, le pregunté al Fígaro.

El mulato y chaparro de mi compa respondió:

- ¿Pues qué no lo ves?

- ¿Qué?

- No qué ¡A quién!

- ¿A quién qué?

- ¡Pues al pinche diablo! ¡Ahí viene! ¡Ahí viene! – decía riendo, mientras le jalaba al carrujo.

Le acompañaba en el delirio. No recordaba haberme reído tanto así antes. Quizá a los seis, o a los siete años, cuando basta que alguien se eche un gas para caer al suelo a carcajadas. Reía y reía, sintiendo que iba a vomitar mi propio corazón. La risa me hacía patalear y entonces las burbujas comenzaron a recorrer todo mi cuerpo. En mis piernas, mis manos, mi pene…  Sentí orinarme un poco. De repente Fígaro puso un casette de los Smashing Pumpkins que había grabado del radio. Comenzó a sonar ese beat eléctrico y desde abajo Billy Corgan se unía a la fiesta: “We must never be apart….”. ¿Alguna vez te sentiste al rey del mundo? Tenía 14 y lo era en ese momento.


O al menos lo era por estar ahí, fumando mota por primera vez. Bailando, riendo, con los compas, triunfante por haberme ido de pinta, tan arriba, que ni siquiera noté que estaba orinado. Hasta que de pronto todo se volvió lento, pesado, confuso. Y luego me vino un hambre maldita. Por suerte traía en mi mochila la torta de huevo con frijoles que me había puesto mi abuela. Juro por dios (¿u Odín o Quetzalcóatl?) que nunca había probado cosa más rica en la vida, a pesar que la comía unas cuatro veces a la semana, siempre en el receso de la escuela.

Luego la sed. Mucha sed. Me pequé al grifo unos diez minutos, quizá. Y al volver la vista alrededor: la mesa rota, las paredes pintadas, cerveza tirada y vómito en la esquina. Ya lo recordaba. Pero, ¿ese vómito era mío? No. Yo rompí la mesa. Oh, Billy Corgan, ¿qué has hecho? Tu música me elevó tanto que tu espíritu anarquista se apoderó de mi y tundimos el pequeño mueble de madera a patadas. Tanta risa, en ese momento parecía lo correcto. ¿Por qué no lo parece ahora?

Claro que fumé marihuana después. Muchas veces más. Y otras. Primero ‘mois’ y luego otra cosa. Mi adolescencia fue la típica de un exiliado suburbano de la Ciudad de México. Probar cannabis era un filtro inevitable para algunos. Casi siempre, acompañado de una cerveza.

Ahora que la Suprema Corte mexicana ha sentado un precedente legal para el uso lúdico de la marihuana, volvió a mí el recuerdo de esa primera vez. Y pienso que, claro, todo el mundo tiene el derecho a elegir ponerse ‘pacheco’ y hacerse responsable de eso ¿Qué no la libertad es también la posibilidad de decidir cómo, cuándo y por qué meterle algo al cuerpo? Si yo tuviera cáncer y me dijeran que un pase de ‘mota’ me va a aliviar del dolor, pediría mis 50 gramos por favor. Pero me salta eso que argumenta la Corte sobre el “uso lúdico”. ¿Sembrarla, cultivarla y fumarla? Ya, ¿cómo sembrar jitomates? Claro, como si con las verduras se escuchara mejor la voz de Billy Corgan.


Si yo fuera un ferviente consumidor de mota y si alguien de la Suprema Corte me preguntara al respecto, diría sin temor promuevo la despenalización de la marihuana porque me encanta ‘quemarle las patitas al diablo’. Que cuando llega el ‘monchis’ hasta los lápices me saben sabrosos. Qué cuando arrecia la sed no hay como una engullirse una caguama. Sería una hipocresía de mi parte imponerle a mi simple gusto un argumento médico o antropológico para defenderlo, tanto como se lo puedo poner a mi libertad de beber ginebra hasta caer al piso. Si me subo a mi coche y atropello a alguien por eso, los cánones de la industria dirán que no fue culpa del  alcohol o la mota, sino de mi libre albedrío… uno terriblemente intoxicado. Por lo mismo, a los 14 yo no me hubiera orinado encima de no haber estado drogado.

Porque es imposible regular la moral. Decía Schopenhauer que lo más difícil es ajustar la vida a la moral que se predica, porque predicarla es cosa fácil. ¿Estamos por la despenalización de la marihuana, pero prohibimos los narco-corridos? ¿Quién determina lo bueno y lo malo? Venga, seamos más honestos. De ahí a lo demás, ya partimos de una buena base.

Cuando en México se impone la Ley seca es porque el Estado teme que en día de elecciones nos pongamos borrachos, no por el hecho de beber, sino por lo que podríamos ocasionar. El problema es que esa abstinencia impuesta nos viene en domingo de fútbol ¿Entonces qué hacemos? Compramos el alcohol un día antes, y ese día nos encerramos en casa. Bien portaditos, si alguien quiere vernos ebrios, que no sea el policía, sino mi hijo. El tema con el consumo de las drogas blandas como el tabaco o el licor, es el mismo que con la marihuana: no es la yerba, sino el humano que hay detrás

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